A partir de Gilles Lipovetsky, acucioso escrutador de la sociedad contemporánea, y su ensayo “LA SOCIEDAD HUMORÍSTICA” se obtiene otro enfoque del humor y, así, de nosotros.
Los carnavales y fiestas populares, otrora depositarios del humor impersonal, colectivo y desbordado hasta extremos hoy impensables en la era de la corrección política, han terminado por ser más un acto folklórico o turístico. En la Edad Media europea, la cultura cómica popular estaba ligada a las fiestas: se rebajaba lo sublime, el poder, lo sagrado, mediante discursos o representaciones pletóricas de groserías y degradaciones grotescas, incluso burlándose de ritos y símbolos religiosos. La idea era mostrar que no hay poder terrenal intocable. El bufón público tenía la representación del oprimido y debía redimirlo, al menos en el chiste, y entre más ofensivo, mejor. Alguna salida emocional para el pópulo debía tener las represiones y torturas de la oligarquía. Aunque en ese sobajamiento se daba una simbología de la muerte como condición de un nuevo nacimiento. Algo que en México vivimos de modo distinto, merced a la Conquista y la Colonia, donde las fiestas populares pretendían una nueva invasión para enraizar las justificaciones del ocupante conquistador. Si acaso la renovación del pueblo era sobre sí mismo, pero no había comicidad abierta, porque lo cómico siempre es crítico, ya sea en la comedia clásica, la sátira, la fábula, la caricatura, la revista o el vodevil. De ahí la ausencia de tal perspectiva en nuestra historia. Menos ahora, donde lo cómico pierde su carácter público o colectivo para hacerse mimético con lo subjetivo, haciendo una distancia entre la integración y sus partes. Del siglo XVIII al XIX, la risa alegre es percibida como despreciable y hasta indecorosa, tan peligrosa como tonta.
Difícil es encontrar en la “aldea global” un humor que cohesiona, como no sea para la subordinación. La publicidad busca ser una fuente de alegría. De los últimos héroes conceptuales, desde James Bond hasta las “series” gringas, pasando por nuestros luchadores enmascarados, la eficacia va provista de distancia conceptual respecto del cometido, disfrazándose de humorismo. La seriedad no atrae. Hoy sólo el narciso posmoderno puede divertirse y debe hacerlo sin agredir. Adiós a los cómicos burlescos (Tin Tán, Groucho Marx, Chaplin), a los otrora héroes que con sus frases o brincos evidenciaban y criticaban. Ahora el Yo es el enemigo a vencer, incluso mediante la autodepreciación; el stand up que aprovecha el monólogo sobre las “propias” vivencias que permitan al espectador darse por aludido o reflejado por contrasentido y liberar culpa o tensión derrotista.
Esta idea de que el humor resulta ser un suavizante de lo cotidiano se percibe en la publicidad, cuyos mensajes alejados del nihilismo, de la discrepancia verbal y lo irracional, se controlan por la voluntad de señalar el valor positivo del producto, bien maquillado en una carita feliz, para hacer de la irrealidad risueña algo espectacular. En la moda también está el hecho humorístico. Esta idea, que tan bien ha funcionado en México, de que lo retro es la no-moda, remite a la autoparodia. Claro, una autoparodia estudiada y cuidada para hacer ver que esos pantalones de treinta mil pesos son como los acampanados de hace varias generaciones. Tal absorción de lo conceptual se extiende a niveles insospechados. Ahí están las trenzas afro, en cuanto ingresaron al uso popular perdieron su ritualidad para caer en la comparsa cotidiana.
Y es que, tanto en la moda como en lo cotidiano, lo humorístico ayuda a suavizar, a hacer menos pesados, menos considerables por ello, los mensajes y las obligaciones. La parte alegre de esta necesidad de mostrarse como individuo se hace imprescindible en la edad del consumo. Si la idea es que todos seamos felices, es necesario hacer alcanzable a cualquiera estos signos de éxito social, resumido en lo valiosa que es cada persona. Adiós al refinamiento burgués, bienvenida la familiaridad. La política mexicana es el extremo: no importa desconocer por completo la materia del encargo público -secretario de estado, ministra de la suprema corte, director de Pemex u otro-, cualquier militante del partido en el poder tiene derecho a acceder al cargo; si la historia mexicana está plagada de ineficacia gubernamental, qué más da ser el más inútil.
La avalancha de ayuda para alegrarse, para que el solitario o el aislado disminuya su angustia debe estar a la mano. El humor funciona doblemente: libera al individuo de sus ansias de insubordinación, aunque sea en destellos; e impide al ego tomarse en serio. Las redes sociales están a la mano para distraernos con la degradación del propio humor: ya no hace falta ser ingenioso o culto para reinventar lo trascendente, basta ser viral. Por ser todos somos igualmente humorísticos la tensión baja mientras persista la idea de que debo ser diferente, único, posmoderno. El placer para la multitud hace mutar al humor en contraseña para la comunicación cordial. Atrás se quedó la primera revolución individualista, donde se priorizaban los valores de libertad, de igualdad, de tolerancia; ahí el humor era dualidad de sátira y de sensibilidad fina. La nueva susceptibilidad permite decir lo que sea, pero sin tomarse en serio, como buen narcisista. La televisión mexicana y su intención de no decir nada mientras parece que se hacen bromas ingeniosas es muestra clara.
En la edad del consumo, lo humorístico entra en lo social: los valores superiores se vuelven paródicos, apenas logran dejar una huella emocional profunda. Así, va más allá de la producción deliberada de signos “cómicos”, y ello sin que intervenga la voluntad de los individuos y grupos: lo solemne -sobre todo por contraste-, adquiere una tonalidad cómica. Sobra hacer referencia de nuestros políticos, en su intento de hacer espectacular a la política sólo reafirman su decadencia burlesca. Mientras en 1980 en Francia, un payaso profesional, Coluche, se hizo candidato a la presidencia con gran aceptación, en México debemos acudir a otro payaso profesional. Brozo puede más que todas las procuradurías juntas. Inolvidable será para los diplomáticos de inicios de milenio haber sido recibidos por el metapolítico Brozo, quien los atendió en asuntos que en otros tiempos eran propios de diplomáticos de carrera. A Brozo se le atiende porque, entre otras cosas, muestra cómo la escena política es un espectáculo burlesco sin importar las siglas del partido o su pasado fraterno con el presidente en turno. Entre Brozo y Coluche, la mascarada política llega a sus últimas consecuencias. Cuando lo político carece de credibilidad y dignidad, apenas apoyado en personalidades enraizadas por su capacidad de repartir dinero público, no es extraño que un artista de variedad o de carpa, obtenga los favores de ese público aburrido de los malos intentos de los políticos por ser ingeniosos, como el presidente del Senado, Noroña, con su tómbola judicial equiparada a la Lotería nacional o el diputado Monreal en su monólogo que cree elegante.
Entonces, perdido el sentido de lo social, uno se convierte para sus semejantes en un ente curioso, apenas extraño, pero desprovisto de misterio inquietante: el otro como teatro absurdo. El encuentro interhumano se hace extrañamente chusco. Y como respuesta, pero en sentido contrario, las prácticas narcisistas se revisten de una dignidad ceremonial y llena de nuevos adornos, el deporte se ha convertido en un actuar metódico, equiparable al trabajo pagado. El tiempo del tofu como necesidad esencial, de lo orgánico como única fuente de alimentación comprometida. Pequeña venganza de ese proceso humorístico de contrasocialización: la energía encauzada por el narciso deportivista muta en unos meses o años con el surgimiento de una nueva pasión: después de la caminata, vendrá la bicicleta o el nuevo producto televisivo, tomándolo con la misma devoción. El padel sustituye a deportes olímpicos en el gusto popular de quienes apenas logran amarrar los tenis. La moda y sus ciclos han alcanzado al propio narcisismo.
En este conjunto de narcisos que para comunicarse sonríen cautelosamente, el concepto de sociedad ha mutado. Estamos en la posmodernidad conceptual, pues la sociedad se polariza en lo social, en lo económico, pero no en su necesidad de vivir de ese humor, aunque haya sido rebajado hasta ser irreconocible para los humoristas de otras épocas.
Carnaval medieval
Gilles Lipovetsky (Francia, 1944)
The Mexican Münchhausen | Humor According to Lipovetsky
By Ricardo Guzmán Wolffer
Based on Gilles Lipovetsky, an astute observer of contemporary society, and his essay "The Humorous Society", we gain a new perspective on humor—and consequently, on ourselves.
Carnivals and popular festivities, once the bearers of impersonal, collective humor that overflowed to extremes unimaginable in today’s age of political correctness, have become more folkloric or touristic acts. In medieval Europe, popular comic culture was tied to celebrations: the sublime, power, and the sacred were debased through discourses or performances full of vulgarities and grotesque degradations, even mocking religious rituals and symbols. The idea was to show that no earthly power was untouchable. Public jesters symbolized the oppressed and aimed to redeem them, at least through jokes—the more offensive, the better. The oppressed needed an emotional outlet for the repression and torture inflicted by the oligarchy. Yet within this debasement, there was a symbolism of death as a condition for rebirth.
In Mexico, we experienced this differently due to the Conquest and Colonization, where popular festivities sought to legitimize the occupying conqueror. If there was any renewal of the people, it was self-directed, without open comedy—because comedy is always critical, whether in classical comedies, satire, fables, caricatures, revues, or vaudeville. This absence of humor shaped our history, and it is even more pronounced today, as comedy has lost its public or collective character, becoming mimetic with subjectivity and creating a gap between integration and its components. From the 18th to the 19th century, cheerful laughter was perceived as contemptible, even indecorous—both dangerous and foolish.
In today’s "global village," cohesive humor is rare, except as a tool for subordination. Advertising tries to be a source of joy. Modern conceptual heroes—ranging from James Bond to U.S. TV series and even Mexico’s masked wrestlers—present their efficiency with a conceptual detachment, disguised as humor. Seriousness no longer attracts. Today, only the postmodern narcissist can enjoy themselves—and must do so without offending. Gone are the burlesque comedians (like Tin Tan, Groucho Marx, or Chaplin), the once-heroes whose quips and antics exposed and criticized. Now, the enemy to overcome is the self, often through self-deprecation. Stand-up comedy capitalizes on monologues about personal experiences that resonate with the audience, allowing them to feel seen or reflected in contrast, releasing guilt or defeatist tension.
This notion of humor as a softener of daily life is evident in advertising, where messages steer away from nihilism, verbal discrepancies, and irrationality. Controlled by the desire to highlight a product’s positive value, advertising cloaks itself in a happy face to turn cheerful unreality into spectacle. Humor is also present in fashion. The retro trend in Mexico, interpreted as non-fashion, veers into self-parody—a studied, deliberate one, as evidenced by pants priced at thirty thousand pesos resembling flared styles from generations ago. This conceptual absorption extends to unimaginable levels, such as Afro braids, which lose their ritual meaning upon entering popular usage, becoming part of daily spectacle.
In both fashion and daily life, humor lightens burdens and obligations, making them seem less significant. The cheerful aspect of this need for individual expression becomes indispensable in the age of consumerism. If the goal is universal happiness, signs of social success must be made accessible, emphasizing the value of each individual. Farewell to bourgeois refinement; welcome familiarity. Mexican politics exemplifies this extremity: expertise is irrelevant for public office—whether as a cabinet secretary, supreme court justice, or Pemex director—any ruling party member can take the role. If Mexican history is riddled with governmental inefficiency, being the most incompetent hardly matters.
The avalanche of cheerful distractions for the isolated individual to alleviate anxiety must always be within reach. Humor serves a dual purpose: it frees individuals from insubordination impulses, even momentarily, and prevents the ego from taking itself too seriously. Social media is readily available to degrade humor itself: wit or culture are no longer needed to reinvent the transcendent; virality suffices. As everyone becomes equally "humorous," tension subsides as long as we cling to the notion of being unique, different, postmodern. Humor mutates into a code for cordial communication, transforming pleasure into a social phenomenon.
The first individualist revolution, which prioritized freedom, equality, and tolerance, is far behind. Humor back then combined satire with fine sensitivity. Today’s susceptibility allows anything to be said, as long as it isn’t taken seriously, in true narcissistic fashion. Mexican television’s attempt to say nothing while pretending to deliver clever jokes exemplifies this.
In the age of consumerism, humor infiltrates society, turning superior values into parodies that leave barely a trace of deep emotional resonance. This transcends the deliberate creation of "comic" signs, often without the individuals’ or groups’ intent. Solemnity—especially through contrast—gains a comic tone. Our politicians exemplify this: their attempts to make politics spectacular only reaffirm its mockery. While in 1980 France, professional clown Coluche ran for president with great success, in Mexico, we resort to another professional clown. Brozo eclipses all public prosecutors combined. Unforgettable for early 2000s diplomats was being received by the meta-political Brozo, who addressed matters once handled by career diplomats. Brozo commands attention by showcasing the political scene as burlesque, regardless of party affiliation or past camaraderie with the president.
When politics lacks credibility and dignity, barely propped up by personalities who distribute public funds, it’s unsurprising that a variety artist wins public favor. This public, tired of politicians’ failed attempts at cleverness, gravitates toward entertainers like Senate president Noroña with his judicial lottery likened to a national raffle or Congressman Monreal’s supposedly elegant monologue.
Without a sense of the social, individuals become curiosities to one another—barely strange, yet stripped of mystique. Interpersonal encounters take on a comical absurdity. Meanwhile, narcissistic practices gain ceremonial dignity with new embellishments. Sports, for instance, have become a ritualistic activity comparable to paid work. The age of tofu as an essential need, or organic food as the sole source of committed nourishment, reflects this. Sports narcissism channels energy into fleeting passions: after walking comes cycling, then the latest televised product, all pursued with equal fervor. Padel replaces Olympic sports as the favorite pastime for those struggling to lace up their sneakers. Even narcissism now succumbs to fashion cycles.
In this collection of cautious-smiling narcissists, the concept of society has transformed. In this postmodern era, society polarizes socially and economically but remains united by a humor diluted to unrecognizability for comedians of the past.
(This text has been translated into English by ChatGPT)