PP: ¿Le gusta que le hagan entrevistas?
E. DEL LLANO: No. Scarlett Johansson lleva tiempo llamando para suplicarme, dice que está loca por hacerme una. Y que conste que sólo acepto la tuya porque es a distancia.
PP: En este año 2009, ¿cómo ve el estado del humor en el país donde vive, en televisión, radio, teatro, literatura y gráfica?
E. DEL LLANO: El estado actual del humor de mi país es bueno. Yo estoy aquí.
PP: En todos los países de América Latina se dice: "Mi país es un pueblo de humoristas", "en mi país, tú mueves una piedra y sale un humorista", etc. ¿En el país donde vive se dice lo mismo?
E. DEL LLANO: No sólo se dice, sino que quienes lo afirman en los demás países son unos farsantes. No hay nada más cómico que Cuba.
PP: ¿Es verdad la acuñada frase: "Es más fácil hacer llorar que hacer reír?
E. DEL LLANO: Es cierto, es más fácil. De veras. Toma por ejemplo a los estudiantes: en cualquier aula hay un montón de chicos y chicas con problemas, pero sólo un gracioso.
PP: ¿Cuándo decidió hacerse humorista?
E. DEL LLANO: No lo decidí. Empecé a notar que me salía con relativa facilidad, que mis textos causaban ese efecto. Entonces dejé de escribir discursos fúnebres para dedicarme a la literatura.
PP: ¿El humorista nace o se hace?
E. DEL LLANO: Ahora que lo pienso, no recuerdo ninguna película de CF en que un científico loco fabrique un humorista en su laboratorio.
PP: ¿Cuál ha sido el mejor y el peor momento de su carrera hasta el día de hoy?
E. DEL LLANO: El peor, una memorable actuación de NOS-Y-OTROS en un festival del humor en Boyeros en que por poco nos linchan. El mejor, la primera vez que vi a Les Luthiers.
PP: Como profesional del humor, ¿se ríe fácil? ¿Con qué tipo de chistes?
E. DEL LLANO: La gente se ríe con cualquier mierda. Yo me río con cualquier gente.
PP: ¿Alguna anécdota relacionada con su profesión?
E. DEL LLANO: En una ocasión, de viaje con NOS-Y-OTROS hacia Caibarién, compartimos ómnibus con un grupo de viejitos. Nosotros, al fondo, nos pusimos a tocar música, el Chino con una guitarra, JAPE con otra, Felipe con las claves, yo hago la percusión sobre mis rodillas. Cuando el ómnibus se detuvo por diez minutos, los viejitos bajaron todos, y yo aproveché para tomar una caja metálica que debía pertenecerles para percutir sobre ella; tocamos dos o tres canciones así, y cuando los ancianos volvieron a subir dejé la caja donde estaba. Un rato más tarde, aburridos de la música, nos pusimos a conversar con ellos, y les preguntamos qué iban a hacer en Caibarién. Todos nosotros conocimos a Longina, la mulata a quien Manuel Corona rindiera homenaje en la célebre canción. Ella acaba de morir, y su último deseo fue que sus restos fueran enterrados en su pueblo natal, así que allá los llevamos… En esa caja…
PP: ¿Con cuáles colegas se identifica?
E. DEL LLANO: Admiro a muchsísima gente, pero no me identifico con nadie. Traería muchos problemas en los controles migratorios de los aeropuertos.
PP: ¿Qué me aconsejaría a mí como humorista?
E. DEL LLANO: A, pero... ¿no eres proctólogo? Ná, en serio, ¿qué voy a aconsejarte yo? Que sigas haciendo lo que haces. Y que no te mueras, eso nada más.
Cuento: "Natilla".
El matrimonio del apartamento de los bajos está metido en cosas de política. Cosas peligrosas. Son disidentes, vaya.
Y en realidad no son un matrimonio. El apartamento es de ella, Ana, la hija de la antigua ideológica del CDR, la que se fue pál Norte. Al quedarse sola, la chiquita -que tiene un buen culo, nadie lo niega- metió en casa un hombre detrás del otro, hasta que se empató con este, hace, a ver, ya va para dos años. El tipo es actor o algo así, aunque nunca ha hecho nada en televisión, y se pasa la vida durmiendo o frente a la computadora. Sí, porque mucha disidencia y mucho derecho humano, pero tienen computadora, teléfonos celulares y todo. Siempre saluda cuando se tropieza conmigo en la escalera. Para provocarme, claro.
A cada rato vienen periodistas extranjeros a entrevistarlos, y entonces se oyen voces y música hasta muy tarde. Por eso es que tienen computadoras, un trabajador normal no podría, toda esta gente recibe dinero del enemigo. Ni la chiquita ni el tipo son muy inteligentes, ella estudió Enfermería y él creo que no tiene formación ninguna, pero ya se sabe cómo es la prensa extranjera. Es decir, se sabe por lo que cuenta la prensa nuestra. Que nunca, por cierto, se ha interesado en lo más mínimo en las opiniones de estos dos payasos. Ni en la mía, pero es que yo no me creo cosas. Nunca he pretendido ser alguien importante. Lo mío es estar en la base.
En esta cuadra la gente me respeta. Siempre hay algunos desubicados, no sólo la parejita de los bajos, pero uno tiene sus años y su trayectoria. No me gusta hablar de mis méritos, eso ya lo saben los compañeros que tienen que saberlo, pero una cosa les digo: treinta años como administrador y jefe de núcleo del partido en Aguas Residuales es algo de lo que no puede alardear cualquiera. Cuando me mudé a este edificio, el centro comercial de enfrente no estaba construido. Bueno, ahora tampoco lo está, pero dice el delegado que piensan inaugurarlo pronto.
Yo, y se los digo en serio, es una cosa que no entiendo a esos disidentes. Para empezar, son muchachos que nacieron en esto y se lo deben todo a esto. No tuvieron que pasar trabajo en el gobierno de antes. Yo soy el primero en admitir que lo nuestro no es perfecto, pero coño, hay lugares y momentos para señalar los errores. El gobierno llama a hacerlo cada cierto número de años, y entonces la gente se explaya. De hecho, algunos se pasan con la crítica. El sistema que estamos construyendo ha costado mucho sacrificio, y está pensado para el bien del pueblo. Y pueblo no es cualquiera.
Creo haber dejado claro que yo con gente como esa chiquita y su chulo no tengo nada que hablar, ¿verdad? Por eso es muy raro lo que pasó hoy por la mañana.
Tocaban a la puerta. Mi mujer se había ido temprano a hacer unos trámites, como es habitual los martes y los jueves a la misma hora. Bueno, ella todavía es joven y le gusta andar por ahí; yo prefiero quedarme en casa haciendo algún trabajito de la Asociación de Combatientes o revisando mi colección de agendas, que comencé allá por los años sesenta. Tenía puesta la radio y estaba concentrado, así que puede ser que no haya oído los primeros golpes. Golpes, sí, el timbre está roto hace unos meses.
Era la vecinita, en shorts y chancletas, sosteniendo con ambas manos un pozuelo lleno de natilla.
-Buenos días, Bolaños –dijo- hice natilla y pensé que le gustaría, así que le traje un poco.
Así es como ocurre, pensé estremeciéndome. Así es como empieza. Te regalan algo, y como eres débil lo aceptas, y entonces salta el comentario que parece liviano y la crítica como al descuido, y cuando vienes a ver estás enrolado en un grupúsculo clandestino. Tanta gente debe haber caído así, con estos cabrones que se aprovechan de que somos un país pobre y bloqueado… Claro, Ana me conoce, aparecerse con un celular o un dividí sería muy evidente, ella sabe cómo yo pienso, por eso se hace la sutil y me trae natilla. Con pasas y canela en palitos, muy olorosa.
-No puedo aceptarla –repliqué, altivo- no me gusta la natilla.
-A todo el mundo le gusta la natilla –repuso la provocadora- a no ser, claro, que usted esté enfermo y le hayan prohibido…
-A mí nadie me ha prohibido nada. Esas son calumnias. Burdas mentiras. En este país no se prohíbe nada sin una buena razón.
Ana tomó una porción de dulce con una cucharita.
-Vamos, pruébela. No me hará ese desaire. Mire, es natilla hecha en casa según una receta de mi bisabuela y, la verdad, me quedó riquísima. No porque yo lo diga: mi marido se ha comido ya tres porciones.
-No me extraña –dije- pero yo de verdad que no…
La muchacha extendía la cucharita, buscando mi boca, y ponía esa bembita cómplice de cuando se alimenta a un bebé. Me eché hacia atrás. Ella suspiró.
-A ver, Bolaños. Usted era amigo de mi mamá, y aunque no parece que Nick y yo le gustemos mucho, hoy es un día en que me siento feliz y la mejor cocinera del mundo y quiero compartir mi felicidad con los demás, así que no lo pensé dos veces y le llevé natilla a Georgina, la que vive frente por frente conmigo, y luego subí la escalera a traerle un poquito a usted. ¿No puede simplemente aceptarla y dejarse llevar?
No me sorprendía enterarme de que Georgina hubiera aceptado las dádivas de la disidencia con aroma de canela: a su marido lo tronaron por desviar recursos de la empresa porcina en que trabajaba para comprarle a ella perfumes y jabones caros. Y por arreglar la meseta de la cocina con cemento y azulejos también destinados inicialmente a los cerdos. Georgina se acostumbró a lo bueno, le gusta vivir bien. Es débil. Comió natilla. Con pasas y leche blanquita, de la buena, que a estos cabrones no les falta nada.
-¿Por qué estás tan feliz? –pregunté sin comprometerme- ese arrebato de júbilo, ¿a qué se debe?
-Mi marido creía estar enfermo. De algo malo, ya sabe. Fue al médico y resulta que no, que no es eso. ¿No es maravilloso?
-Nuestra medicina es maravillosa, sin duda –admití, encantado de ver cuán fácil me ponía Ana las cosas- nuestra medicina gratis para todos, sin importar sus ideas o su actitud ante la sociedad que se lo ha dado todo, una educación…
-Ay, Bolaños, relájese –dijo la vecinita, moralmente inerme ante mis verdades- deje la muela, que yo no vine a discutir de política. Me alegra que mi marido esté sano, eso es todo.
-Su marido –repetí- ¿ya se casaron?
Ana me miró con repentina hostilidad.
-No, no nos hemos casado. No me diga que necesita ver nuestro certificado de matrimonio para comerse un dulce.
Ahora manipulaba mis palabras: típico cambio de estrategia. Recordé que ayer el periódico hablaba del recrudecimiento de una campaña internacional orquestada por Washington y la mafia anticubana para desacreditar nuestro proceso y dar nuevo aliento a los mercenarios como ella. Que hoy se presentara ante mi puerta con una natilla no podía ser casualidad. Como tampoco lo eran las menciones a la inconsistencia de Georgina y la amistad que una vez mantuve con su madre. Había que salirle al paso con firmeza, terminar con aquella situación.
-Le repito que yo no soy muy dulcero. Y si me disculpa, tengo cosas…
-¿Sabe qué? –interrumpió la chica- esto no tiene sentido. Aquí le dejo esto –puso el cuenco de dulce en el suelo- cómasela si quiere, o bótela, o mándela en donación a cualquier país en que los niños carezcan de un bocado de natilla que llevarse a los labios. Que tenga muy buenos días.
Y se fue.
Se fue hace cosa de una hora, y la natilla sigue ahí, a la entrada de mi apartamento, llenando el edificio con su aroma como el diente de oro de Pedro Navajas llenaba una avenida con su luz. Pedro Navajas, bueno, el lumpen ese de la canción aquella. Hace exactamente quince minutos metí el dedo meñique de la mano derecha en el dulce y lo probé. No les digo nada, ¿qué quieren saber?
Tengo que tomar una decisión antes de que regrese mi mujer. Ella, odio admitirlo, no tiene mi fortaleza política, se zamparía la natilla aunque la hubiera preparado el mismísimo Bush. Y eso no puede ocurrir en mi casa. Ni siquiera en el tramo de pasillo frente a mi puerta. ¿Dónde se meten los perros callejeros cuando uno los necesita? ¿Por qué no pasa alguien y se lleva…? Mejor que no, podría pensar que es una ofrenda a alguna deidad africana, y aunque ahora eso se permite yo no tengo nada que ver con la religión, ni siquiera con las importantes. Es inútil, esto es algo que debo resolver solo. Si al menos no hubiera metido el dedo en la natilla… Pero ya está hecho, un momento de debilidad lo tiene cualquiera, la cosa está en admitirlo y seguir adelante. Y además, es bueno conocer, eh, a qué sabe el enemigo. Les aseguro que no será un postre quien me derrote. Ni siquiera uno con palitos de canela y esas pasas del tamaño de pezones.
Al enemigo, ni un tantico así.